Desde el año 1990, mi obra se va construyendo en ensambles, relaciones e interconexiones. Los dibujos o pinturas han sido concebidos desde una fuerte relación entre el concepto, su materialidad y el espacio arquitectónico para el que fueron creados.
Como una faceta más de mi búsqueda, durante más de una década investigué, reflexioné y trabajé acerca de los opuestos complementarios. Uno de esos ensambles fue presentado en La Galería, Quito, en 1994 con el nombre de Montañamar.[1] La complementariedad se expresaba a través de la tensión entre los opuestos: línea-mancha, estructura-cambio, vertical-horizontal, fugaz-perenne. Además, se proponía la consideración del espacio integral dentro del cual estaba la obra como una totalidad, dando importancia a la relación todo-partes, partes-todo. El soporte fue el mismo espacio arquitectónico, y la fragilidad estaba dada por la economía de medios y los materiales utilizados. Esta obra presentaba un tema clásico: el paisaje, elaborado desde una perspectiva no convencional. Dos telas, la una en azul cobalto y la otra en ocres (cada una de 1.20 x 1.80 m.), unidas por un camino de arena (de 15 m. de largo) y otra pintura realizada directamente en la pared (de 4 m. de alto). El resto de las paredes de La Galería quedaron vacías. Las pinturas fueron hechas con pigmentos naturales sin médium y los apliqué directamente con las manos (sin intermedio de pinceles u otras herramientas), lo que las hacía altamente frágiles y fugaces. El pigmento se iba desprendiendo poco a poco durante el transcurso de la exposición. Una vez finalizada la muestra, las obras se desvanecen. La experiencia temporal y sensorial queda, el objeto desaparece, con lo que ratifico la consideración de la obra como un proceso, más que como un objeto para ser poseído. Acompañó a esta obra un texto de Shih-t`ao, autor chino, quien habla de la convivencia armónica de los opuestos considerados como complementarios, lo que hace que el uno no sea posible sin el otro:
El Mar posee la extroversión inmensa, La Montaña el encierro latente. El Mar traga y vomita, la Montaña se inclina y se prosterna. El Mar acaso manifiesta un alma, la Montaña puede transmitir un ritmo. La Montaña con la superposición de sus cimas, la sucesión de sus acantilados, sus valles secretos, sus precipicios profundos, sus picos elevados que apuntan bruscamente, sus vapores, sus brumas y sus rocíos, sus fumarolas y sus nubes, nos hace pensar en los estallidos del Mar y en el romper de sus olas, pero todo eso no es el alma que manifiesta el Mar en sí, sino que son las cualidades del Mar, de las que la Montaña se ha apropiado.
Y el Mar, él también puede apropiarse del carácter de la Montaña: la inmensidad del Mar, sus profundidades, su risa salvaje, sus reflejos, sus ballenas que rebotan y sus dragones que se incorporan, sus marcas en olas sucesivas como cimas, ésta es la manera como el Mar se adueña de las características de la Montaña, y no la Montaña de aquellas del Mar. Ésas son las cualidades de las que Mar y Montaña se apropian mutuamente, y el Hombre tiene ojos para ver… ¡Pero aquel que percibe el Mar en detrimento de la Montaña, o la Montaña en detrimento del Mar, ése en verdad tiene una percepción obtusa!
Mar y Montaña, cada uno, en efecto, debe ser percibido como un estado que le es complementario y es atraído por el otro sin cesar, y los ojos del hombre no han de aprehender el uno en menoscabo del otro.[2]
[1] Cecilia Velasco dio el nombre a esta exposición, en el artículo “Montañamar”, HOY, Quito, 2 de febrero de 1994.
[2] Shih-t`ao, pintor célebre además de poeta de la dinastía de los Ts`ing (siglo XVII). Francois Cheng, Vide et Plein, Paris, Editions du Seuil, 1979, p.60.